También comento que ayer a las 16:07 tuvimos la Luna Oscura, conjunta a Mercurio y Venus, y en cuadratura a Plutón. Hoy, aparte de empezar el año nuevo hindú y de tener una interesante conjunción Sol-Venus a las 19:25 hora española, se celebra, según el calendario azteca (la famosa Piedra del Sol), el paso de Venus de estrella vespertina a matutina. Para los aztecas, la conversión de Venus en Estrella del Alba era un evento muy trascendente, y ocurre exactamente en el momento de la conjunción con el Sol. Se trata de una "apertura" iniciática, para la cual ellos incluso se preparaban, ayunando durante 16 días.
Para los Aztecas, Venus era "Huey Citlalín", la Gran Estrella, y en su carácter de Lucero del Alba era asociada con el conocido dios benéfico Quetzacóatl.
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“Si de verdad vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo a toda costa”
“Si de verdad vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo a toda costa”
G. K. Chesterton
El Caballero del Cisne había tenido durante largas temporadas su hogar en las frías tierras siberianas, allí donde se produce el milagro de las auroras boreales y donde la nieve cae, como un símbolo de eternidad, siempre pura, siempre helada, durante prácticamente todo el año... Hyoga estaba, pues, entrenado para soportar las durísimas condiciones de vida de la taiga. Llevaba en el recuerdo el gemido doliente de los abetos, casi quebrados bajo el peso de la nevada, afrontando el inclemente vendaval; su espíritu era uno con el aullido del lobo, con el potente soplo de Bóreas, el viento del norte. Se sentía capaz de aguantar durante horas la escarcha hiriente sin apenas abrigo. Silencioso y solitario, Hyoga casi no tenía confidentes. Tan sólo la mirada esmeraldina de su mejor amigo, Shun, era capaz de romper, en ocasiones, la gélida costra de su reserva.
El Cisne era un defensor a ultranza del altruismo, pero solía actuar desapasionadamente, como si para él tan sólo se tratara de una obligación. Le unía a Alba el desprendimiento de ambos por prácticamente todos los lazos mundanos... Ni familia, ni amores, ni apego alguno. Almas hurañas, huidizas, esquivas… Solitarios crónicos.
Sólo el servicio a Atenea. Sólo la defensa de la paz y de la justicia en este mundo. Y nada más.
Rápido para actuar, implacable en sus decisiones… Así era Hyoga. Enarbolaba su desprendimiento moral como una espada de mortal y único filo. No vaciló jamás a la hora de herir, si pensó que el combate merecía la pena. Nunca miró atrás, acordándose del vencido, del que caía por su propia mano. Era drástico y severo. Si había que desprenderse de algo, él era el primero en asumirlo.., como cuando perdió su ojo. La mano del Cisne nunca vacilaba al dar el golpe. Jamás se cuestionó los cadáveres que iban quedando atrás, a su paso. Solitario y mortal, silencioso... Como el animal de la constelación que lo encarnaba, quizá los demás sólo le escucharían quejarse cuando le llegara la muerte… E incluso eso era más bien improbable.
Únicamente había amado a una persona: su madre. Cuando quedó huérfano, cuando el barco en el que ellos viajaban se hundió para siempre en el abismo de las oscuras aguas norteñas, juró que jamás la abandonaría; que por más años que pasaran, no se apartaría de aquel lugar durante demasiado tiempo… Luego, alguien muy poderoso le obligó a desprenderse también de aquel último apego, de aquel último contacto con la humanidad. Y desde entonces, el espíritu de Hyoga era puro y limpio, pero duro y afilado como un diamante. Ya no le conmovía prácticamente nada.
Y así transcurría su existencia, cuando no tenía que combatir: vagando por los inmensos paisajes norteños, en completa soledad; en trineo, sobre sus esquís, o a pie, para el caso era lo mismo... Días y días, lunas y lunas sin que él pronunciara una sola palabra, sin que se comunicara con ningún alma humana, ausente de todo lo que no fuera él mismo, explorando su mundo de hielo, nómada perpetuo y único latido de vida en muchísimos kilómetros a la redonda...
El corazón del Cisne, de naturaleza más frágil que el cristal, había sufrido ya demasiado en esta vida.
Y sin embargo, aunque el interior de su alma podía aún sentir el calor y el amor en toda su maravillosa extensión, Hyoga no se permitía la plenitud de la entrega. Porque recordaba demasiado bien el amargo sabor aciago de todas las pérdidas.
El Caballero del Cisne había tenido durante largas temporadas su hogar en las frías tierras siberianas, allí donde se produce el milagro de las auroras boreales y donde la nieve cae, como un símbolo de eternidad, siempre pura, siempre helada, durante prácticamente todo el año... Hyoga estaba, pues, entrenado para soportar las durísimas condiciones de vida de la taiga. Llevaba en el recuerdo el gemido doliente de los abetos, casi quebrados bajo el peso de la nevada, afrontando el inclemente vendaval; su espíritu era uno con el aullido del lobo, con el potente soplo de Bóreas, el viento del norte. Se sentía capaz de aguantar durante horas la escarcha hiriente sin apenas abrigo. Silencioso y solitario, Hyoga casi no tenía confidentes. Tan sólo la mirada esmeraldina de su mejor amigo, Shun, era capaz de romper, en ocasiones, la gélida costra de su reserva.
El Cisne era un defensor a ultranza del altruismo, pero solía actuar desapasionadamente, como si para él tan sólo se tratara de una obligación. Le unía a Alba el desprendimiento de ambos por prácticamente todos los lazos mundanos... Ni familia, ni amores, ni apego alguno. Almas hurañas, huidizas, esquivas… Solitarios crónicos.
Sólo el servicio a Atenea. Sólo la defensa de la paz y de la justicia en este mundo. Y nada más.
Rápido para actuar, implacable en sus decisiones… Así era Hyoga. Enarbolaba su desprendimiento moral como una espada de mortal y único filo. No vaciló jamás a la hora de herir, si pensó que el combate merecía la pena. Nunca miró atrás, acordándose del vencido, del que caía por su propia mano. Era drástico y severo. Si había que desprenderse de algo, él era el primero en asumirlo.., como cuando perdió su ojo. La mano del Cisne nunca vacilaba al dar el golpe. Jamás se cuestionó los cadáveres que iban quedando atrás, a su paso. Solitario y mortal, silencioso... Como el animal de la constelación que lo encarnaba, quizá los demás sólo le escucharían quejarse cuando le llegara la muerte… E incluso eso era más bien improbable.
Únicamente había amado a una persona: su madre. Cuando quedó huérfano, cuando el barco en el que ellos viajaban se hundió para siempre en el abismo de las oscuras aguas norteñas, juró que jamás la abandonaría; que por más años que pasaran, no se apartaría de aquel lugar durante demasiado tiempo… Luego, alguien muy poderoso le obligó a desprenderse también de aquel último apego, de aquel último contacto con la humanidad. Y desde entonces, el espíritu de Hyoga era puro y limpio, pero duro y afilado como un diamante. Ya no le conmovía prácticamente nada.
Y así transcurría su existencia, cuando no tenía que combatir: vagando por los inmensos paisajes norteños, en completa soledad; en trineo, sobre sus esquís, o a pie, para el caso era lo mismo... Días y días, lunas y lunas sin que él pronunciara una sola palabra, sin que se comunicara con ningún alma humana, ausente de todo lo que no fuera él mismo, explorando su mundo de hielo, nómada perpetuo y único latido de vida en muchísimos kilómetros a la redonda...
El corazón del Cisne, de naturaleza más frágil que el cristal, había sufrido ya demasiado en esta vida.
Y sin embargo, aunque el interior de su alma podía aún sentir el calor y el amor en toda su maravillosa extensión, Hyoga no se permitía la plenitud de la entrega. Porque recordaba demasiado bien el amargo sabor aciago de todas las pérdidas.
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