“El sexo, el dolor y el amor son experiencias límite del hombre. Y solamente aquel que conoce esas fronteras, conoce la vida”.
Paulo Coelho
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- Odio a los mentirosos, ¿sabes? Me producen arcadas.
Jorge, o Kalathos, a saber, me miraba sombríamente… Yo estaba cabreada, cansada, y tenía hambre y frío. Quería irme a casa.
- Si te calmaras, yo…
- Estoy harta. Me voy.
Me encaminé, resuelta, hacia la salida de aquella especie de cripta siniestra... La humedad de las paredes, cubiertas cerca del mar por un musgo negruzco y asqueroso; el estruendo del océano en el exterior; la trémula luz que no sé si provenía de la luna, o de dónde; todo contribuía a que la atmósfera del recinto me resultara opresiva, intolerable, amenazadora. Eso, por no hablar de aquellas hileras de tumbas arcaicas, que daban miedo de veras. Aceleré el paso, pero de repente Jorge echó a correr y se me puso delante. Sentí un escalofrío cuando percibí su amenazadora presencia entre las sombras.
- Escucha Kelia: si hablara el griego que yo conozco, probablemente ni me entenderías.
- ¡Agh! Esto es el colmo.
Dicho y hecho. Él pronunció dos o tres frases cortas en un lenguaje rápido, sonoro, vibrante, que se parecía de hecho a mi idioma nativo… Pero tenía razón: sólo pude captar algunas palabras sueltas. Eso me detuvo unos segundos, pero estaba decidida a acabar con toda aquella mascarada incomprensible.
- Déjame pasar, por favor.
- Kelia…
- Apártate, Jorge, o como te llames. Ya no aguanto aquí ni un minuto más.
Avancé, pero él fue más rápido y me cogió por las muñecas. Sentí el frío intenso de sus manos en mi piel, y di un grito. Él no se inmutó, y me arrastró hacia dentro de nuevo. Empecé a debatirme instintivamente, como una loca, como si en mi interior hubiera despertado un terror atávico de siglos, el que todas las mujeres llevamos impreso desde siempre, la alarma definitiva que dispara toda la adrenalina hacia nuestro cerebro. El pánico se apoderó de mí. De repente, fue como si nada de todo aquello estuviera sucediendo, como si estuviera metida en una película de la que yo no era, no quería ser, la protagonista. Tiré con todas mis fuerzas hacia atrás, resistiéndome, y conseguí desestabilizarlo. Cuando él se volvió para afianzar su presa, conseguí arañarle con una mano, y luego le abofeteé con todo mi ímpetu. Jorge jadeó, pero no se movió apenas.
Me llevó prácticamente en volandas hacia el interior de aquel laberíntico lugar. No gritaba, porque estaba agotada, aturdida, y en realidad, porque no encontraba la energía suficiente como para hacerlo. Todo sucedió muy rápido, como en una pesadilla. Él jadeaba también por el esfuerzo. Me arrojé al suelo, en un intento desesperado por no ir hacia donde quería llevarme. Pero no me sirvió. Me agarró de los cabellos y tiró hasta que di gritos de dolor y de puro miedo. Sé que me enganchó de la nuca en algún momento. Tenía las manos como garras, frías y fuertes. Yo daba golpes, pero sin precisión, sin potencia, sin saber dónde apuntar o dónde herir. Me empujó de tal forma que caí al suelo, golpeándome el hombro contra la pared rocosa, en el recodo más oscuro e interior de aquella extraña cavidad. Me agazapé allí, como un animal herido, absolutamente incapaz de defenderme, temblando violentamente. Tiritaba. No veía apenas. Sentía un dolor indefinido por todo el cuerpo, y no sabía si sangraba.
De repente, sólo la oscuridad… Y el silencio.
Y una imagen en mi cabeza: un rayo dorado en mis manos. Fugaz, fugaz.
Ese silencio… El dolor. Latigazos de dolor latiendo en mi cabeza.
Un rayo dorado en mi memoria…
- ¿Quién te has creído que soy? No estamos jugando.
No le veía, pero escuchaba su voz, que sonaba más plana y metálica. Me pareció una voz distinta. Intentaba pensar rápidamente, pero mi cerebro se negaba a obedecerme.
- Necesito que colabores. Y lo conseguiré, por las buenas o por las malas. Tú eliges.
Me arrastré lentamente hacia un lado, intentando no perder de vista la salida, que se vislumbraba a varios metros, a mi derecha. No quería ponerme de pie. No percibía nada, únicamente tronaba en mis oídos el sonido de mi respiración agitada. Avancé lentamente, temblando como una hoja al viento. A cuatro patas, con las pupilas siempre puestas en la luminosidad exterior. Todo estaba tranquilo. ¿Pero dónde estaba? Me acuclillé, dispuesta a huir. La adrenalina, de repente, me hizo levantarme, las piernas me temblaban, pero eché a correr con todas mis fuerzas. Quizá me iba en ello la vida. Corrí y tardé mil años, siglos, en intentar alcanzar el boquete del que sabía que dependía mi escapatoria. Y de repente, de bruces, me di contra él. Un golpe brusco y terrible que me hizo gritar de nuevo, desesperada.
- ¿A dónde te crees que vas?
Aquel individuo me apresó los brazos, me dobló uno de ellos a la espalda... Intenté golpearle, dando patadas donde sabía que más podía dolerle, pero me alzó hacia arriba y no sé, realmente, si di en el blanco o no. Era como el abrazo mortal de una fiera: imposible deshacerlo. Llegó un momento en que ya no pude luchar más. Lentamente me rendí, noté cómo las lágrimas me corrían por las mejillas... Sé que gemía o que suplicaba algo, pero no puedo recordarlo. Sentí un pavor imposible de describir, me encontré precipitándome en el vacío más absoluto, la nada del horror a la muerte. Lloraba como una histérica. Hasta que un segundo, o mucho tiempo después, no sé, percibí algo diferente. Algo incomprensible. Él estaba acariciándome el pelo. Me sostenía como si yo fuera a deshacerme, firmemente, impidiendo que me cayera al suelo.
Lo que ocurrió después tardé mucho tiempo en poder comprenderlo… Algunos no lo comprenden nunca, y se van de esta vida condenados a repetirla una y mil veces, a través de las oscuras ruedas, de los insondables laberintos donde la memoria de lo vivido en múltiples encarnaciones se pierde… Sencillamente, me encontré sintiendo una lanzada desconocida en las entrañas, el empuje brutal e irresistible de una fuerza que verdaderamente puede gobernarnos a su antojo. Jadeaba de nuevo, sí, pero esta vez no de miedo, ni de dolor. Mi mente se extravió completamente. Sentí aquellas manos frías sobre mi cuerpo, me estremecí como si las células de todo mi ser estuvieran hechas de pura electricidad. Mis propias manos, que en virtud de no sé qué tregua estaban libres, adquirieron vida propia. Y se fueron, ansiosas, a explorar todos y cada uno de los recovecos de aquel cuerpo, que no lograba diferenciar del mío propio, porque parecían absolutamente la misma cosa.
Mi deseo me hizo abandonarme, pero no lo suficiente como para no responder a las caricias más audaces… Su boca se enganchó a la mía, como si un imán infalible hubiera diseñado nuestras lenguas para que desde el principio de los tiempos se encontrasen. Sus brazos, que me rodeaban, parecían serpientes; y sus dedos, y mis dedos, eran como sarmientos que crecían en todas direcciones, aventureros. El ansia me hacía gemir, y aquel dolor dulce, y aquel placer, eran tan intensos, que automáticamente sentí como todo mi seno se humedecía, con plenitud, con el néctar recóndito que promete la eternidad y la misma muerte de todos los sentidos. Él me devoraba con un fuego oscuro, negro como la noche que sin duda nos cubría. Mordió mi cuello con una fuerza brutal, y eso me arrancó tal éxtasis, que juro que jamás sentí, ni he sentido después, nada parecido.
Caímos al suelo. La frialdad de sus dedos sobre mi pecho, y su lengua, que parecía abarcar todos los confines del Universo y que no dejaba parte de mí sin lamer, sin estremecer, sin conocer… Me abrí de piernas porque no podía hacer otra cosa. La urgencia me llevaba en volandas, me arrastraba hacia él, que se encaramó sobre mí como un terrible dios antiguo, con los ojos echando chispas a la poca luz de la caverna, con el cabello erizado, con los tendones y los músculos tensos como las cuerdas de un navío… Si estaba completamente desnuda, no lo sentía: mi piel ardía con las fiebres de todos los infiernos. Si hubiera estado vestida, tampoco lo hubiera notado. Pero de repente, le sentí: entró en mí como una lanzada. Su miembro, abriéndose paso, fue lo único de lo que tuve consciencia, lo único que existía. Constituía la única y cierta realidad palpable del universo. El dolor fue agudo, pero cedió rápidamente. Y dio paso a una marea, una oleada infinita de eso que llamamos placer, y que es tan difícil de describir con palabras, porque es lo único capaz de arrebatarnos definitivamente de nosotros mismos.
Cabalgamos, el uno sobre el otro, durante milenios… Los latidos de la sangre en mi cabeza ya no eran de dolor: eran como el rugido del mar, ese poder embravecido que temen los hombres porque es indomable y eterno. No sé cuánto duró aquello. Fue infinito. Y cuando terminó, durante un buen rato, aún permanecí con los ojos cerrados, trémula, más viva que nunca, capaz de percibir todos y cada uno de los sonidos de la cueva, su olor, su respiración... Creo que incluso veía mejor que antes. Los detalles eran más vívidos, más intensos. Jorge se apartó de mí, y entonces otra vez tuve conciencia de que realmente éramos dos seres diferentes... No podía moverme. No sentía más que una plenitud absoluta, un maravilloso estado de conciencia en el que creía poder abarcar todo cuanto existe, sin hacer nada. Nada.
Entonces escuché de nuevo esa voz, que me parecía completamente distinta.
- Tengo que hacer esto.
Y noté un dolor agudo, esta vez sí, en la muñeca izquierda... Con los ojos desorbitados lo miré, incrédula. Tenía el rostro contraído en un rictus de rabia y crueldad inmensas, y un afilado cuchillo en la mano... La sangre saltó, salpicando mi propio rostro. Jorge me golpeó sin piedad con el puño en la cara. Me desvanecí.
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