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miércoles, 8 de abril de 2009

Saga de Astrea 22-fanfic Caballeros del Zodíaco

Semana Santa: época de recogimiento para muchos. Yo aprovecho para darme una vueltecita por esas montañas, que también son de Dios; concretamente viajaré a Sierra Nevada, a la zona más cercana a Granada. Siempre digo que, si no fuera por estas escapadas en las que prácticamente no pienso más que en cosas muy básicas relativas a la "supervivencia montañeril", mi coco probablemente ya no estaría sobre mis hombros XDDD.

Así que publico hoy el episodio del fanfic de la Saga de Astrea, porque durante cuatro días dejaré la casa abierta para todo aquel que quiera acogerse en ella ;-).., pero la anfitriona estará ausente.

Y, muy acorde con estos tenebrosos días de pasión y muerte, coloco a las puertas de mi domicilio virtual a este luminoso barquero, Caronte, para iniciaros en la travesía de Kelia por los infiernos. Mucho cuidado: la mayoría de los que se han atrevido a aventurarse ahí, jamás han regresado. El que avisa no es traidor ;-)

El domingo ya volveremos con los ánimos renovados, mientras el héroe arquetípico solar retorna con resucitados bríos... Pasad las mejores jornadas en compañía de quienes amáis. No olvidéis que eso, precisamente (poder pasar estos días en compañía de vuestros seres queridos) es el mayor de los privilegios.., y que no todo el mundo tiene la misma suerte ;-).

¡Besotes!
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No entres en el corazón de las tinieblas sin haber salido antes
Rosa Montero.

Me di cuenta perfectamente, como cuando era una niña, de que estaba delirando... Es una sensación extraña: sabes que tu boca está emitiendo palabras, pero no tienen conexión con lo que pasa por tu cabeza. Es lo más parecido a un desdoblamiento de la personalidad. Estaba aterida y, al mismo tiempo, febril.

Aquella oscuridad enfermiza… Ni sabía ya cuántas horas había pasado sumergida en esa negrura. Me hacía daño al corazón tanta oscuridad: lo sentía pequeño y duro como una nuez, latiendo lastimosamente en mi pecho. Traté de sacudir de mi cabeza los últimos vapores de la inconsciencia…

Ya no estaba en el interior de la ominosa cueva marina.

Me incorporé a duras penas. Me dolía el cuerpo, todos los músculos, los huesos… Dolores indefinidos todos ellos, pero que me atormentaban como si un demonio atroz hubiera pasado la noche divirtiéndose conmigo, convertida en el objeto de sus golpes. Abrí los ojos y constaté el profundo corte de mi muñeca izquierda. Sentí la afilada guadaña del miedo segándome las entrañas, y luego una cólera ahogada, apretándome la garganta. Miedo e ira inexpresados, que pugnaban por hacerme perder la cabeza.

Un recuerdo extraño me vino repentinamente… Sí, sí, yo había visto algo… ¿Qué era aquello? Una luz… Un rayo dorado… En mis manos. No sé.

Pero entonces recordé todo lo demás, y la vergüenza se apoderó de mi ánimo completamente…

Maldito Jorge.

Permanecí quieta. No veía nada. Sólo aparecían en mi mente, una y otra vez, las imágenes de lo que había pasado. Jamás había sentido algo similar: esa mezcla brutal de deseo y violencia, ese cóctel diabólico, cuyo ingrediente principal era una irreprimible pasión, que se descargó sobre mí de improviso, descontrolada, con la fuerza salvaje de una ola negra, de una ola de sangre...

Gemí, avergonzada, herida en mi orgullo y aterrorizada.

Cuando me atreví a fijar mi vista en el entorno, me di cuenta de que yacía en las márgenes de un río. Un caudal ancho, poderoso, animado por violentos remolinos que barrían la superficie. Sus aguas oscuras parecían más bien el espejo de una ponzoña. En las orillas, cienos de muy mal aspecto emitían, a intervalos, vaharadas de unos vapores nauseabundos. Olía a tierra húmeda, pero también, quizá, a metano, o a azufre, no sé. El río discurría por el lecho de una enorme, gigantesca caverna. No se veía por ningún lado la claridad del sol. Sin embargo, una luz lechosa, triste, malsana, parecida a la que había en la cueva del mar, pero más rojiza, me permitía percibir todos y cada uno de los detalles de aquel paisaje siniestro.

Sollocé ahogadamente durante mucho tiempo… Temblaba por el frío y la humedad, pero sobre todo por el miedo. Cuando ya no pude más, me dediqué a explorar mis heridas. Descubrí que el corte de la muñeca era ya apenas una señal tenue. ¿Cómo podía cicatrizar de aquella manera? Incluso pensé que una herida tan profunda debería haberme desangrado. Pero no veía sangre por ningún lado. De hecho, apenas si me dolía ya.

Me alcé sin gana ninguna. Sentí la tentación de ponerme a gritar, presa del pánico por la soledad y el terror, al verme en aquel lugar desconocido y amenazante. Pero no lo hice. Porque de repente vislumbré, en mitad de aquella cloaca maloliente que era el cauce del río, una barca. Y en la barca, una figura. Parecía un hombre muy alto, cuya silueta resplandecía con una luz cegadora. Me estremecí. Más encuentros con consecuencias devastadoras no, por favor. Pensé en buscar un lugar para ocultarme, pero era imposible. Además, aquel ser, que era lo único que desprendía alguna luz en medio de tanta oscuridad, se dirigía hacia mí resueltamente. Manejaba la aparentemente frágil barquichuela con una larguísima vara, que hundía en las profundidades del río. Y lo hacía bien. Parecía como si flotara, se desplazaba como si la poderosa corriente no tuviera poder alguno sobre el remero.

Me quedé alelada mirando cómo se acercaba, medio hipnotizada por su luminosa presencia. Pronto llegó hasta mí. No puedo decir su edad. No puedo describir su apariencia. Es como si sus rasgos tuvieran la cualidad de no quedarse fijados en la memoria. Sólo recuerdo su luz, y su voz, que era la de un anciano, aunque su apariencia entera lo desmentía. Ah, y también sus ojos: dos agujeros negros como la noche, la única nota de oscuridad en todo su ser; dos oscuros ónices de belleza y profundidad sin parangón.

- Bienvenida a las puertas del Hades, muchacha. Abandona toda esperanza y acompáñame.

Estupefacta, sólo emití un leve gañido, como de perro apaleado. Casi no me tenía en pie, y no me moví. Aquel ser mantuvo la frágil embarcación paralela a la corriente, sin ningún esfuerzo. Era como un ángel, pálido, prácticamente transparente. Me parece que llevaba puesta una armadura de guerrero, pero no podría jurarlo. Fue a tomarme resueltamente de la mano, sin mirarme, alargando la otra como para pedirme alguna cosa… Y sin embargo, de repente soltó un bufido. Un chillido como de murciélago, un bramar como de dos mil toros enfurecidos se escucharon a lo lejos, multiplicados hasta el infinito, desplegando sus ecos terroríficos por toda la gruta. No me atreví a levantar la vista pero, mirándolo de reojo, me di cuenta de que aquel ser luminoso había puesto el pie en la tierra, y de me observaba, apuntándome con la vara con la que hendía el curso de la corriente.

- Tú, tú… Tú no perteneces a este mundo…

No me atreví ni tan siquiera a decir una sola palabra. La aparición se me acercó, y entonces percibí que desprendía un hedor similar al del pescado podrido. Sufrí varias arcadas, y me convulsioné abruptamente.

- ¿Dónde está escondido ese joven dios burlón y astuto? ¿Dónde te ocultas, Hermes? ¿Por qué has traído hasta aquí a un visitante no deseado?- clamó inesperadamente la voz de anciano de aquel sujeto, como si tuviera la capacidad de elevar su potencia hasta límites insospechados.

Nadie contestó a sus preguntas.

El hombre, o lo que fuera, se me acercó aún más. Creí que iba a vomitar allí mismo, tal era el asco que sentía por sus malolientes efluvios.

- Dime, muchacha, ¿cuál es tu nombre y qué haces aquí? El viejo Caronte pocas veces ha tenido la oportunidad de encontrarse con alguien vivo sobre estas riberas... ¿Qué extraño desencuentro te ha traído hasta las puertas del oscuro reino de los muertos, del que nadie regresa habitualmente?
- ¿Ca.., Caronte?
- Ése es mi nombre. Yo soy Caronte. El eterno compañero del dios Ares en los campos de batalla. Y por cierto que prefiero aquella ocupación a ésta otra, que sin embargo en mi es la más habitual.

Alucinante. No era capaz de pensar. Ni de sentir, ni de nada. Fue como si una tuerca se pasara de rosca en mi cerebro. Creo incluso que oí como un chasquido en mi cabeza. Nada más. Por primera vez, lo miré a los ojos. Me pareció asomarme al brocal de un pozo sin fondo. No tenía pupilas, o más bien todo el ojo era una pupila negra como el azabache, carente de expresión, carente de vida. Dos ojos muertos en el rostro insondable de un ser luminoso como la luz del astro rey.

- Yo seguía a un sueño, Caronte. Mi nombre es Kelia, y seguía a un joven bello y terrible como la misma muerte.

No sé qué inspiración me hizo pronunciar aquellas palabras... Caronte apoyó la barbilla sobre sus manos, aferradas a su largísimo cayado, y asintió. Pareció reflexionar un rato antes de responderme.

- Ummm, cierto. No eres la primera ni serás la última que cruza estas fronteras en pos del amor. Porque el amor, en sí, es de la misma naturaleza que la muerte. Pero los de tu raza, los hombres, se niegan a admitirlo.
- ¿Crees que le encontraré?
- Difícil, pero no imposible, muchacha. ¿Sabes acaso qué buscaba él? Porque yo no lo vi pasar.

Entonces fue a mi a la que le tocó reflexionar.

- Creo, Caronte, que buscaba el poder de la vida. Pero no estoy segura.

- Bien, es posible entonces que puedas hallarle. Estás en el reino de mi señor Hades, donde se esconden los secretos de la vida y de la muerte. Sin embargo, Kelia, tengo que advertirte que casi todo el que penetra en este mundo, debe pagar un alto precio por su osadía. Las puertas del Hades no se traspasan a la ligera.

- Yo no pedí entrar. Ni siquiera sabía que se pudiera hacer tal cosa.

- Claro que se puede. Se puede. Hay algunos de entre los mortales que lo hacen habitualmente, porque guardan en sí mismos el secreto de la transformación y del dolor: almas viejas que han vuelto a la vida muchas veces, y que conocen perfectamente el significado de la palabra sacrificio. La muerte no tiene poder sobre ellos. Otros, sumidos en la feliz inconsciencia de la locura, navegan a medio camino en las aguas que separan la vida de la muerte. Si estuvieras en estas orillas el tiempo suficiente, los verías pasar… Aún hay otros, como el protegido de Atenea, Ulises, hijo de Laertes, que obtuvo el permiso para descender a estas oscuras tierras sin tener que pagar ningún precio por ello, y en plena posesión de su astuto y bien amueblado razonamiento. Bueno, quizá sea éste tu caso. Sin embargo, no lo sé.

- Yo más bien no sé qué hago aquí.

- Una cosa es clara, muchacha- Caronte alzó el brazo, señalando al techo de la caverna, y sus inquietantes ojos de ónice negro parecieron constituir el único elemento material en su cabeza luminosa y semitransparente- Las puertas tienen que haberse abierto para dejarte pasar. Y eso ocurre pocas veces. Y siempre tiene una finalidad terrible. Escucha: puedo oír los cuernos de la guerra atronando mis sensibles oídos. Ares cabalga de nuevo, se ha despertado de su letargo. El Hades se estremece, la Tierra se convulsiona. No sé qué haces aquí, pero sin duda has aparecido por algo. El espantoso Cerbero no te habría permitido traspasar el umbral si no hubiera un buen motivo.
- ¿Tú qué harías en mi lugar?

- Subir en mi barca, si tienes coraje y si amas; puesto que sólo el que verdaderamente ama puede salir otra vez del Infierno en el que entró. Sin amor, no hay forma de escapar del Hades, tenlo por seguro. Quedarte en la ribera del Aqueronte equivale a navegar en la locura: sólo los locos, como te he dicho, frecuentan estas orillas. Acompáñame si tienes coraje, Kelia. Tú aún vives, pero no permanecerías a salvo aquí sola durante mucho tiempo. Espantosos terrores patrullan estas orillas en cuanto mi luz se pierde de vista, corriente abajo.

Fue suficiente como para convencerme, aunque tenía que taparme la nariz y la boca con la mano, porque seguía sin ser capaz de aguantar el hedor que desprendía la presencia de Caronte. No reconocía en mi ese amor del que él había hablado, pero no tenía otra opción que subir a la frágil barquilla. Resuelta, metí un pie en el bote, pero la aparición hizo un gesto autoritario con la mano.

- Un momento: debes pagarme.
- ¿Qué?
- Mis servicios tienen un precio. ¿Qué me das por llevarte hasta el otro lado?

Rebusqué entre mis ropas, me metí las manos en los bolsillos, intenté localizar mi cartera… Nada. Ni una miserable monedilla.

- Sin el óbolo, Kelia- dijo Caronte, y me pareció que lo decía con tristeza- ni yo puedo subirte a mi barca, ni tú puedes pasar a la otra orilla.

Preocupada, seguí buscando… Entonces tuve una idea: me quité un anillito que llevaba siempre en el dedo meñique. Era de mi madre: me lo había regalado al cumplir los 19 años. Una pequeña lechuza y una rama de olivo, minúsculas, adornaban el sello de oro. Dolida, se lo entregué a aquel ser apestoso pero henchido de luz. Él asintió con la cabeza, aceptándolo, y se lo guardó en sus luminosos ropajes.

- Que Atenea pues te proteja, como a Ulises, ya que llevas su símbolo- no le entendí una palabra, pero subí al bote, con muchísima aprensión, bien es cierto. Los remolinos del Aqueronte, aquel río ignominioso, serían mortales de necesidad, en caso de una caída- Apresúrate, muchacha. Hay señales en los Infiernos, así que también debe haber señales a estas horas en lo más elevado de los orbes de las estrellas.

Y la barca partió, y pronto no fuimos más que una figura brillante como un faro en medio de una oscuridad infinita, y una joven y pequeña cretense, encogida, dolorida y humillada, que se aferraba a la borda de una miserable barquichuela, temblorosa, aterrorizada, rumbo al mismísimo corazón del Reino de los Muertos.

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