“Si al franquear una montaña en la dirección de una estrella, el viajero se deja absorber demasiado por los problemas de la escalada, se arriesga a olvidar cuál es la estrella que lo guía”.
Antonie de Saint-Exupèry
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El chico cayó duramente, levantando una nube de polvo que el viento helado se llevó consigo. Ese mismo viento contiene la esencia de todo cuanto respira en los Himalayas, y es omnipresente allí. Trae y devuelve la voz de las montañas eternas, que los hombres se empeñan en conquistar una y otra vez, aún a riesgo de sus propias vidas. ¿Qué buscarán los mortales en las altas cimas? Quizá intuyen, desde su limitación incuestionable, que son centinelas de grandes misterios. Trágico afán el de los hombres, que nunca apaga su sed, condenado a destruir todo aquello que conquista... Desde los acantilados milenarios de Finisterre a las planicies del Tíbet, desde las cumbres orgullosas del Perú a la Ciudad Santa de Jerusalén, muchos han sido los que han buscado, obcecados, la mítica luz de Shamballa. Pero el gran misterio, que conocen y guardan los silenciosos gigantes de piedra, no está a su alcance. Y el viento inclemente se lo lleva todo. También el aliento entrecortado y algunas gotas de la sangre del chico, que no es carmesí, como la que corre por venas humanas. Viento que rasga como un cuchillo, y que recorre los espacios salvajes, susurrando palabras de un idioma ya casi muerto.
Pasos lentos, deliberadamente lentos, que se acercan… El chico mira hacia arriba: ¿cuál ha sido el error esta vez? Esa sonrisa sincera, pero que no retrocede… Nunca, nunca retrocede. Y yo tampoco lo haré, piensa. Aunque me obligara a morder el polvo durante milenios, jamás me daría por vencido. Es parte del pacto, ¿no?
- Has vuelto a olvidarlo.
- ¿¿Qué??- el chico está realmente exasperado, y sus ojos llamean.
- Físicamente, soy superior. Acéptalo, es un hecho. Pero eso no puede afectarte.
Acostumbrado a la lucha, se levanta rápidamente. El viento juega con todo lo que pende, sea una cabellera, sea una túnica; el dolor no importa: uno se acostumbra a no sentirlo, o a hacer como que resulta insignificante. Su maestro sigue sonriendo, y es aún más irritante. Desvía la vista hacia el profundo abismo, que los tibetanos llaman del Demonio. “¿Qué impele a las gentes a denominar con vocablos terribles a todo aquello que no conocen?”.
- Kikki, mírame.
El chico del cabello rojo se vuelve, expectante. Olvida pronto la dureza del golpe recibido, y se yergue como un joven dios de los antiguos pueblos.
- No puedes, sencillamente, quedarte en el suelo, y ya está. ¿Esperando a qué? ¿A que te rematen?
- ¡Me has dejado sin aliento!
- No seas arrogante, apenas te he rozado. Pero si hubiera decidido acabar contigo, lo hubiese tenido fácil.
- Has aprovechado mi vacilación para lanzarme un golpe bajo.
Los ojos verdes del maestro se tornan brumosos. Y preocupados.
- No es verdad, y aunque lo fuera, ¿crees acaso que un contrario hubiera sido más piadoso contigo?
Kikki calla. Sabe que tiene razón. La vida no es un juego. Los combates, mucho menos… Ha visto cómo los hombres plasman sus guerras en obras de arte, en estatuas, y siempre le ha sorprendido esa idea de belleza heroica que intentan transmitir. Pero él y su maestro guardan una relación mucho más íntima con la guerra, y el chico sabe que esos arquetipos acerca del valor y las batallas son mera ilusión. La muerte y la vida son lo mismo. El dolor y la gloria, tan efímeros como el rocío que enjoya la estepa. Lo único que permanece, es el cambio.
Su maestro camina lentamente delante de él. Jamás gasta energías si no es necesario. Súbitamente, se vuelve y le clava una mirada intensa.
- No lo entiendes. Tenemos que volver a ponernos en marcha. Hay que abandonar Jamir.
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“Los cinco demonios primordiales manifiestan los venenos de las cinco pasiones (ignorancia, orgullo, celos, odio y atadura), y eso dio lugar a las 80.000 negatividades que se introdujeron en los seis reinos de los seres que existen: los dioses, los semidioses, los hombres, los animales, los espíritus que vagan y los habitantes de los infiernos. Éstos destruyeron casi completamente la esencia de los seres y de la Tierra”.
Mu cerró de golpe el antiguo manuscrito y se quedó en silencio, reflexionando… Kikki dormía abajo, en su cámara, probablemente con la feliz despreocupación privilegio de los jóvenes, a lo largo de todas las eras y en todas las razas… Afuera el viento, una vez más, aullaba inclemente; la noche no tenía luna, y la alta torre de Jamir, el único hogar que podían denominar como tal, no resplandecía esta vez como una joya cuajada de destellos plateados... No era una noche propicia para meditar sobre la antigua tradición Bön Po tibetana, sino para prepararse, para estar dispuesto a renunciar de nuevo.
Renunciar, soltar, no aferrarse... Una constante en la vida de Mu, el lemuriano.
¿Podemos aceptar, sin ningún género de duda, la exactitud de la historia? Numerosas voces se levantarían gritando “¡Anatema!” si oyeran decir que está equivocada en muchos de sus postulados. Sin embargo, Anathema, del griego, en su origen significó “ofrenda a los dioses”. Así pues, hagamos hoy una ofrenda a todos los que cayeron en los profundos abismos de la memoria. Escuchemos las voces de los muertos, abramos las puertas que todavía permanecen selladas. ¿Por qué muchos buscan, por qué se hacen preguntas, por qué se muestran receptivos a ahondar en el misterio? ¿Quizá porque intuyen que toda la información no está a su alcance? Pues no, no lo está. Ni siquiera una porción muy, muy pequeña.
Es difícil narrar lo que aconteció en tiempos pretéritos… De esos días, casi nadie ha oído hablar, y los que lo han hecho, tienen buenas, muy buenas razones para callarse. Baste con aclarar que la faz del planeta no siempre fue tal y como hoy la conocemos. Los continentes se mueven, los océanos inundan tierras antes fértiles, los volcanes estallan provocando hecatombes que afectan a la vida… La patria de Mu, el origen de su raza, ya no existe. Fue antaño absorbida en su mayor parte por las profundas aguas del océano… Una patria de seres cultores de la Naturaleza, que desarrollaron técnicas increíbles para cultivar vegetación en tierras áridas y candentes, y que eran capaces de aprovechar de forma sorprendente la propia energía del planeta.
Pero conceptos tales como el Paraíso, la Edad de Oro o la Arcadia son, así enunciados, tan sólo utopías, leyendas pertenecientes al rico bagaje cultural del ser humano… Cuando no mentiras malintencionadas con afán manipulador, o bien, en el mejor de los casos, fruto del desconocimiento. Hoy en día, hemos llegado a filmar la vida y la muerte de un fotón, pero no somos capaces de seguir la pista de todo lo que en algún recoveco del tiempo se ha perdido para siempre. Es cierto que, durante largos milenios, Lemuria conoció la paz y alcanzó una perfecta armonía con la naturaleza. Es falso, en cambio, que estuviera habitada por hermafroditas. Sus habitantes, por cierto, dominaban los oscuros secretos de la alquimia, y supieron cultivar, además de la tierra, el “fuego del corazón”, o lo que es lo mismo, la capacidad de transmutar el pensamiento en energía. En cuanto a sus eficaces métodos de desplazamiento.., pero eso sería alargar demasiado esta historia.
El lemuriano oía tremolar, a lo lejos, las banderas de oración que las gentes del altiplano colocan por doquier, para que el viento lleve sus plegarias, escritas en la tela, al último rincón de cada uno de los cuatro puntos cardinales… Suspiró profundamente, mientras retiraba la tela escarlata que cubría el cofre de oro. Sí, allí reposaba aún la armadura que lleva su sello. Una oración, mejor, muchas oraciones: eso es lo que va a hacer falta. Y pronunciadas con auténtica fe. Que Hammal me preste su fuerza. La oración también es una cuestión de alquimistas. Y de los Santos. Y la guerra es mi destino. Soy tan sólo un guerrero que debe sacrificarse en cada lucha. Sin pensar, dispuesto a la renuncia. No aferrarse, soltar.., olvidar que soy casi el último de mi estirpe.
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