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viernes, 12 de diciembre de 2008

Saga de Astrea 11-fanficCaballeros del Zodíaco

"Para todas las cosas hay una estación, y todo lo que existe debajo del cielo, tiene su tiempo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar, y otro para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar; un tiempo para demoler, y un tiempo para edificar; un tiempo para llorar y otro para reír; un tiempo para lamentarse, un tiempo para bailar; un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse, un tiempo para separarse; un tiempo para recibir, y un tiempo para perder; un tiempo para guardar y otro para abandonar; un tiempo para rasgar, otro tiempo para coser; un tiempo para callar, y otro para hablar; un tiempo para amar, y otro tiempo, para aborrecer; un tiempo de guerra, y un tiempo de paz”.
Eclesiastés, Cap. III, 1

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El silencio encogía el corazón del Santuario. Pero la lucha en la Primera Casa era terrible, y su fragor podía sentirse, no sólo oírse, como se siente la fuerza de la tempestad que truena a lo lejos… Milo, Caballero de la constelación de Escorpio, permanecía en silencio, en la oscuridad, y sólo el brillo dorado de su armadura le delataba en medio de las tinieblas. Severo como un avatar de la propia muerte, Milo, el terrible en la venganza, sentía dolor, miedo y sorpresa, pero estas emociones provenían de la Casa que guardaba la entrada del Santuario, no de él. Milo estaba más allá del dolor, del miedo o de la sorpresa… Se había transmutado hace tiempo, como se convierte el plomo en oro, y era capaz de renacer una y mil veces de sus propias cenizas, de su propia destrucción. No temía al vacío, a la nada, porque la había mirado a los ojos en multitud de ocasiones. Únicamente sentía pena por Mu. Sabía que se jugaba la vida y, curiosamente, sentía más aprecio por la existencia del Caballero de Aries, que por la suya propia. Porque Mu era la representación de todo lo que está vivo y nace y pelea para reclamar sus derechos, mientras que él sólo se consideraba una pequeña porción brillante de conciencia, de sentimientos, de pasión y de fuerza. Un suspiro infinitesimal en la mente de Dios.

Se acercó con cuidado al ara del Santuario. Sobre ella yacía una muchacha preciosa, de belleza indescriptible. Como una sacerdotisa de un culto antiguo. Dormía profundamente, y su hermosura brillaba tanto, que parecía dar luz al recinto sumido en la oscuridad. Milo la observó con reverencia. Ante él, la reencarnación de Atenea, la inmortal.

El caballero no sabía exactamente qué estaba pasando en la Primera Casa. Tampoco sabía por qué Aioras no aparecía, pero en algún momento había creído percibir la débil presencia de Dockho, el frágil cosmos del anciano chino... No tenía miedo. Estaba preparado para dejar de ser en el momento preciso. Sabía que algún día debería abandonar este mundo, y no le importaba: era inevitable. Pero Milo sentía como nadie lo que significa la compenetración con el otro, con el compañero, con el amigo. Sin desesperación, sin falsa autocomplacencia o victimismo, era el guardián de los secretos que muchos tardan toda una vida en tan siquiera vislumbrar. No le motivaba la compasión, sino su capacidad de conectar emocionalmente con el que tenía enfrente. Y esa empatía natural le permitía captar toda la carga de los sentimientos de los demás. Podía asumir cualquier dolor, por muy terrible que éste fuera. Ahora, protegía el sueño de Atenea en silencio, sin preguntar, aunque no entendía porque la diosa dormía así, sin alterarse, mientras un poder oscuro y dominador, que él conocía mejor que nadie, amenazaba los cimientos mismos del Santuario, y todo el mundo parecía derrumbarse desde la base misma de sus cimientos.

De repente, algo así como una brisa imperceptible se deslizó por entre las columnas del santa sanctorum. Milo abrió más los párpados, aguardando, y su mirada del color del mercurio centelleó. Atenea, conocida como Saori en esta encarnación, posó sus pies descalzos sobre el pavimento frío y se alzó. Milo hincó la rodilla, pero ella, le ordenó suavemente, con un gesto, que se levantara.

- Milo, ha llegado la hora.
- Saori…
- Mis sellos, los que contenían al poderoso Hades y a su corte de 108 espectros, han perdido ya su poder. Todo vuelve a empezar, como desde la noche de los tiempos.
- ¿Mi señora?
- Sí: el dios de los muertos vuelve a reclamar su dominio sobre este mundo. La nueva Guerra Santa ha empezado. Nadie sabe qué nos aguarda después de casi 300 años de tregua.

El guardián de Escorpio la siguió con la mirada mientras Saori, casi una adolescente, caminaba por entre las columnas gigantescas del Santuario. Su cabello del color de las lilas, largo y sedoso, su piel de alabastro, su porte altivo pero dulce: todo en ella evidenciaba la majestad de lo divino. Milo la alcanzó cuando ella se asomaba ya al pórtico y volvía la vista hacia la Primera Casa, a varios kilómetros de allí.

- Todos los que aún vivimos hemos regresado, menos Aioria: desconozco dónde se ha metido. He notado, también, los cosmos ardientes de los muchachos de Bronce: están en la isla, y Espiga viene con ellos. Desde aquí soy capaz de localizarles, pero hay algo aún más sorprendente: noto la presencia de varios espíritus extraños que me son familiares, pero que destilan una especie de hedor siniestro. Y lo más raro e inquietante de todo: he creído percibir la frágil llama del alma de Dockho, el anciano de los 5 Picos, en el Santuario.
- Milo- Saori se volvió hacia el caballero y lo miró con sus enormes ojos inocentes-, hay que mantener a los Caballeros de Bronce alejados de este combate. No deben morir. Ésta no es su batalla. Pero perecerán a vuestras manos si franquean los límites.

La muchacha bajó la cabeza, concentrándose. Un pensamiento recorrió el Santuario veloz, y llegó, uno por uno, a todos los Guardianes de las Casas que esperaban el desenlace del primer combate. “Los Caballeros de Bronce están excluidos del Santuario”- decía aquel pensamiento, que tomaba cuerpo y voz en todas sus mentes- “No podéis dejarlos pasar, matadlos si lo hacen”.

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