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miércoles, 23 de julio de 2014

La Hoja bajo la Raíz


















Me gusta Juego de Tronos y me gustan los árboles... Por eso subí esta foto, no porque tenga que ver del todo con el tema que me ocupa. ¿O quizá sí? Me gusta Ned Stark y me gusta el frío y el invierno... Y sobre todo, aunque mucha gente os dirá que soy de naturaleza jovial y generosa, tendréis en adelante que tener en cuenta que me gustan las cosas serias, muy serias. Tengo en un elevado concepto el sentido del honor, del deber y de la justicia, y esa afición mía puede hacer que aparezca en ocasiones como fría y distante, como los mismos hijos de Invernalia. Detesto los juegos de manos absurdos y desgastantes; detesto a la gente que no va de frente y que enreda; y por encima de todo, detesto a los traidores.

Todo esto lo he escrito para explicar un poco por qué me gusta esta foto y por qué me gusta este personaje... Pero no es ahí a donde yo quería llegar. Os voy a contar una experiencia extraña que tuve el otro día, y en la que hablo acerca del un árbol y acerca de una espada. Cada cual que se quede con aquello que esta especie de cuento raro le sugiera desde el fondo de su mismo corazón. ¡El mensaje será claro, inequívoco, y solamente será para ti!


"Caminé hacia el ocaso lentamente, con la mente en blanco casi... Necesitaba estar a solas. Dicen los mayas que en el horizonte que muere reside la Casa del Jaguar, ese animal chamánico de inmenso poder que, desde el Occidente, guarda las llaves del Inframundo que pertenece a la memoria de los tiempos pretéritos... También dicen los ancianos sabios que el jaguar nos enseña a caminar por la vida sin miedo, sin rabia y sin adversarios, es decir, con coraje, con amor y con compasión. El jaguar tiene una enorme y difícil tarea: recordarnos cómo superar nuestro miedo y transformarlo en un aliado.., cómo recuperar nuestra autoestima y nuestro poder personal. El jaguar nos muestra la forma de integrar la luz y la sombra, y nos enseña que se puede tener humildad sin agachar la cabeza. Es un espíritu que jamás retrocede: es valiente hasta el límite, más allá de cualquier posible acechanza, porque ha vuelto mil veces de la muerte, y no le tiene miedo.

Aquella tarde el cielo estaba rojo, malva y dorado, y los árboles, susurrantes, emitían una energía intensa, pero a la vez sutil y dulce... Insectos como joyas voladoras y semillas indeterminadas flotaban cansinamente a mi alrededor. Podía oler cada aroma campestre con exactitud, y escuchar el sonido leve de la hierba que pisaban mis pies. Nada, absolutamente nada parecía romper la paz de ese instante. Una melancolía extraña se me coló de rondón en el pecho cuando miré directamente al sol que moría allá lejos, entre los cerros redondeados. 

Repentinamente sentí una fatiga increíble, como si todo el peso de múltiples siglos se agolpara semejante a una losa sobre mis espaldas. Me detuve, siempre observando al sol agonizando lentamente en la lejanía. Parecía hipnotizada por esa luz fluctuante que nos dejaba el mundo a oscuras, sin compasión y sin ningún tipo de esperanza. Miré a la tierra: la áspera tierra reseca del verano, que todavía ofrecía a mis pies cansados un atisbo de briznas de hierbas casi liofilizadas. Me senté con cuidado: tal era la sequedad de la hierba que mordía en las piernas como una serpiente. El sol apenas era una raya roja despuntando entre los cerros. "Un eclipse", pensé, sin saber muy bien lo que quería decir.

Bajé la cabeza hasta casi hundirla en mi pecho. Las fuerzas me habían abandonado. No tenía ánimo ni para suspirar, así que permanecí así unos minutos, como si yo también me hubiera resecado, como si me hubiera convertido en un sarmiento más de aquellos que, retorcidos, honraban a la tierra todavía con el recuerdo ya lejano de una tibia primavera. Y, como hacen algunos indios aborígenes, me sumí en ese estupor de la nada, del vacío, del Tao: no era yo ni era más que vacío, más que el Todo, indeferenciada de la Tierra mi madre y del Cielo mi padre... Una, integrada, solemnemente quieta e indiferente: como una estatua de sal al pie de un camino pedregoso.

Quién sabe cuál fue poder o la presencia que me inspiró entonces para alargar mi mano derecha en aquel momento de suprema calma y quietud, pero el caso es que lo hice; y lo cierto es que mi mano agarró, como si supiera que siempre había estado ahí, el mango negro de un cuchillo afilado que estaba clavado íntegramente en la tierra, al lado de una especie de poste de un metro. Fue todo tan rápido, que tengo la sensación de que lo vi antes de mirarlo.., pero eso no fue lo extraño. Lo realmente extraño es que, cuando lo desclavé del terreno, obtuve la gracia de la Visión nuevamente: y en medio de ese relámpago fulminante que siempre me acompaña, como abriéndome la frente por la mitad, observé que el cuchillo tomaba la apariencia de un nihontō, cuya hoja estaba clavada en la tierra todavía... Y que el poste de madera que estaba a su lado aparecía en mi imaginación como si fuera la leyenda vertical de una tumba japonesa muy, muy antigua, situada en lo más profundo de un bosque húmedo y lleno de penumbra.

Dios sabe que intenté leer la escritura que en la tumba "vi", y que me figuré como medio descolorida por una apariencia de sol o de lluvia del pasado más remoto... Pero no lo logré.., o bien no quise lograrlo. ¡Nunca se sabe lo que hay debajo de aquello que nuestro inconsciente protege! A lo mejor no me interesaba enterarme realmente de quién yacía allí, o quizá la visión fue tan repentina y tan drástica, tan extraña, tan absurda, que me cohibí y se me cerraron los canales de la intuición. ¡Es lo más probable! El caso es que me levanté como un resorte, como si fuera uno de ésos títeres sin alma que aparecen en todos los escenarios de The Walking Dead, y cuchillo en mano (menos mal que no había nadie cerca), volví a echar a andar como si me hubieran puesto unas nuevas pilas... Caminé varios metros, en dirección incierta, completamente ida y trastornada por lo que había visto y sentido.., hasta que casi me topé de bruces con un árbol: un alcornoque de bellísima estampa, sombra fresca y hojas de envés plateado, como las escamas de un esquivo dragón nocturno...

Me arrodillé. Sí, me arrodillé sobre la tierra y lo clavé: hundí la hoja del cuchillo muy profundamente, hasta el puño, bajo las raíces de aquel árbol que tantas cosas me ha susurrado siempre en mis sueños...Árbol sufrido, terco, resistente, hecho prácticamente de la misma materia espiritual que la anciana Iberia. Árbol fiel y reservado, que no se prodiga, que aguanta los embates del tiempo y del clima como un estoico luchador de tiempos remotos. Milenario árbol que apenas se reproduce activamente hoy en día, viejo compañero de nuestra herencia más arcaica, señor de las dehesas donde pastan los jabalíes, los venados y los puercos. Primo hermano de la encina, el alcornoque es, si cabe, aún más humilde: épico, recio, fibroso, pulcro. Es como Ned Stark, por decirlo de alguna manera: algo así.

Así que de rodillas, y apoyada con las dos manos sobre el tronco del alcornoque, me quedé: igual que si me hubiera dado un pasmo o un "parraque"... Decenas de hormigas negras como la noche empezaron a circular por mis brazos, quizá pensando que yo era parte del mismo árbol. Ni me importó, ni ellas me dañaron: paralelamente empecé a musitar, o a salmodiar, y ni siquiera sé en qué lengua, frases muy largas y profundas, que me salían directamente del alma, del corazón y de las tripas... Verbo nacido de la experiencia del Espíritu que brota a borbotones, ligero y fresco como una fuente en un prado. Hablé y hablé para mi misma, sin descanso, con voz serena, baja pero firme. Con los ojos cerrados, hecha una con el árbol, mientras el cuchillo descansaba nuevamente hundido en la tierra, quizá ya para siempre.

Al cabo de unos minutos interminables, recuerdo que me alcé muy atenta y alerta, como si hubiera despertado de un largo sueño... El sol ya se había ocultado completamente tras el horizonte, y la oscuridad se adueñaba del mundo poco a poco, cada vez más. No miré atrás: dejé el árbol como el que olvida un preciado tesoro tras de su espalda, y me perdí entre los pinos, rumbo a las luces que veía muy cercanas, a tan sólo algunos metros, allí donde se encontraban los demás.

... Y en aquel momento tuve la plena consciencia de que, por primera vez en esta vida, y tal vez en muchas otras, había sellado energética y espiritualmente un juramento...".

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