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viernes, 8 de mayo de 2009

Saga de Astrea 26- fanfic Caballeros del Zodíaco

“Su alma se fue desvaneciendo poco a poco, mientras oía a la nieve caer levemente sobre el universo, como el descenso final sobre los vivos y los muertos”
James Joyce
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“Nunca pensé que vendrías, Docko… Tu presencia, en realidad, me tranquiliza, aunque me cueste reconocerlo. Debemos proteger a Athena, y tenemos doce horas… Doce largas horas… No, no quiero pensar en eso. No sé permanecer de brazos cruzados, esperando a que me llegue la inspiración para actuar. Estoy seguro de que Aldebarán debe haber detenido a esos tres: no franquearán la Segunda Casa, la Casa de Tauro. Doce horas, y después.., pero es absurdo divagar sobre eso. Absolutamente inútil”.

Mu cerró los ojos y agitó su larguísima cabellera, como para espantar sus propios fantasmas.., o quizá para dejar de pensar, sencillamente. Salió disparado una vez más, sacando fuerzas de flaqueza, porque había perdido sangre y no se encontraba bien. Pero cuando el lemuriano ponía su voluntad sobre algo, era como si concentrara toda su atención en un único punto, y todo el resto del universo desaparecía a su alrededor. Comer, beber, dormir.., las necesidades básicas, las heridas, el cansancio, no tenían relevancia alguna entonces. En ese momento.., únicamente en ese momento podía degustar, de una forma más o menos breve, pero intensa, las dulces mieles que la constancia y la atención reservaban para otros con más paciencia que él.

Aldebarán, el Caballero de Oro de Tauro, se mostraba mucho más capacitado para disfrutar de esas ambrosías de una forma plena, absoluta, casi permanente… Mu, que era su amigo, le envidiaba a veces en secreto. Porque Aldebarán podía quedarse horas ensimismado, disfrutando de la leve caricia del sol sobre su piel tostada; porque sabía escuchar en silencio, para apreciar la risa sutil de un riachuelo cualquiera, sin cansarse lo más mínimo, durante muchísimo tiempo; porque no tenía prisa, porque no sentía ninguna urgencia para conseguir esto o aquello. Simplemente, caminaba firme, pero constante, por un universo que él percibía absolutamente repleto de belleza, de paz, de disfrute y de placer. Aldebarán amaba la vida con todas sus fuerzas.., y la vida le correspondía, como una dulce diosa amable de mirada lánguida.

El lemuriano perdía la paciencia, en ocasiones, ante el talante sereno y calmado de su compañero… El Caballero de Tauro difícilmente se enojaba. Sin embargo, su cólera, en el raro caso de despertarse, era brutal: terrible. Porque no se doblegaba jamás ante el enemigo, y porque no sabía afrontar el ataque de otra forma que no fuera directa y encarnizadamente. Aldebarán podía destrozar a alguien de un solo golpe, descargándolo con un potencial que difícilmente se le hubiera supuesto, viéndole sonreír indulgente ante el vuelo de una frágil mariposa. Jamás una ira, humana o divina, fue tan destructiva. Pero mucho, mucho hacía falta para provocar a Aldebarán. Mu sabía que era muy raro que Camus, Saga y Shura, los tres malditos renegados, hubieran conseguido derrotarle, aunque le hubieran encontrado solo.

Sintió una punzada de dolor en su alma: una terrible y aguda frustración, que pugnaba por paralizarlo, desanimándolo. Por eso se negaba a pensar. Le dolía horriblemente admitir que había tenido que claudicar, que le habían vencido, que esos tres traidores habían podido franquear la puerta que él debía defender, aún a costa de su propia vida. Se detuvo un instante. Ese tipo de sentimientos eran su peor enemigo. Simplemente, para él era un asunto pendiente dominar la negra pena que le invadía cada vez que se sentía derrotado. Le llegaron, a su pesar, recuerdos ominosos. Aldebarán, mirándole con sus ojos pardos, limpios, serenos, llenos de comprensión y de simpatía:

“Te hará daño no asumirlo, Mu… Has elegido, y elegir significa ganar algo, pero también perder algo. Has preferido anteponer tu sentido del deber, al amor. Y mientras no comprendas que las dos soluciones eran factibles, pero excluyentes, irremediablemente permanecerás sumido en tu propio infierno, incapaz de perdonarte, incapaz de curar la herida de tu alma. Mu, atiéndeme: alguien tenía que ser traicionado. Tu sentido de la responsabilidad ha acabado imponiéndose sobre tus deseos, sobre tus sentimientos. Amigo mío, ahora sólo queda una cosa por hacer: seguir adelante, y llevar tu decisión hasta las últimas consecuencias”.

Odioso. ¿Por qué, de una forma recurrente, debía confrontarse con aquella infame sensación de impotencia y de desesperación?

Había alcanzado ya la Segunda Casa sin darse cuenta, sumido como estaba en un estado de ánimo lamentable… Alzó su mirada verde, empañada de una tristeza profunda, y entonces se dio cuenta de que su percepción no sentía. No conectaba, no alcanzaba, de alguna manera no podía localizar la energía vital de su compañero y amigo. Se inquietó.

- ¡Aldebarán!- llamó, alzando la voz, y su intuición comenzó a despertarse. El poderoso instinto guerrero lo puso en guardia, lo animó, logró sacudirle de su pesadumbre.

“Esto no es normal… Si los Caballeros de Oro estuvieran combatiendo entre ellos…”

Y entonces, lo “vio”. El don de su estirpe le mostró con claridad la imagen de una mano fuerte, enorme, protegida por su guantelete de oro, que ardía con una energía tan potente, que emanaba sin dificultad en el mundo físico. Y en ese preciso instante, no sólo “vio”, sino que “supo”. Corrió velozmente por entre las columnas, jadeando de nerviosismo, con el corazón en un puño. Y allí estaba él: altísimo, soberbio, de una fortaleza física incuestionable, superior a la cualquiera de ellos. O más bien, no era él: era su cuerpo muerto, revestido de su armadura dorada, plantado como un gigante en medio de su propia Casa, con ambas manos deteniendo un ataque invisible que ya no tenía lugar.

- ¡¡Aldebarán!!- gritó nuevamente Mu, y volvió a eclipsar su mirada: aquello era demasiado, incluso, para su endurecido corazón.
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“Yo, hijo de Tauro, señor de la Casa II, enamorado de las Pléyades, Caballero de Oro de Atenea… Guardaba en mí la llave de la dulzura, de la tranquilidad, pacífico como un océano en calma... Reflexionaba, descansando en mi templo, con una olorosa violeta entre las manos. Era una flor inmortal, que no se marchitaba: el regalo de una niña, de una inocente vestal del templo de nuestra diosa guerrera. Aquella cría me la entregó, y yo la custodiaba como un tesoro. Yo, hijo de Tauro, que siempre protegí la belleza y la fragilidad con todas mis fuerzas.., que fueron muchas. Una sencilla violeta de profundo aroma.., profundo como las pupilas de esa niña, de esa niña tan pequeña.

Y entonces, aquella cosa ominosa apareció ante mí... La flor perdió su frescura y prácticamente, como polvo al viento, se desmenuzó entre mis dedos. Infernal aparición, que reía a carcajadas y desprendía un hedor insoportable, diabólico; me aturdió en un principio, y casi me hizo caer de espaldas. Resistí: mi poder estuvo basado siempre en el don inconmovible de la resistencia. Por puro deseo de protección, creo: me pareció escuchar, en mi adormecimiento, producido por tal droga, el grito desgarrador de una muchacha. Afiancé entonces, como pude, mis pies sobre el terreno: siempre aferrado a la tierra, como una roca, dolorosamente consciente de mi mortalidad esencial. Haciendo explotar toda mi energía en el golpe definitivo, descargué el ataque, mi respuesta postrera. Miré a los ojos a la muerte, y la muerte me hizo un saludo, un gesto de admiración y respeto. Y yo le sonreí. Lo último que vi, lo que recuerdo, fueron los ojos de aquella niña… De una niña muy pequeña, que me miraba agradecida: una promesa de eterna primavera, de eterna inocencia, de pureza, definitivamente puesta a salvo”.

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