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miércoles, 21 de enero de 2009

Saga de Astrea 13-fanficCaballeros del Zodíaco

“No hay incendio como el de la pasión…”.
Gautama Buda

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- No cabe duda: no deseas dar. Y ésa es precisamente tu debilidad, Espiga. El que se protege demasiado, acaba por no saber de dónde viene el peligro.

La joven miró a su maestro con los ojos muy abiertos. No podía negar que la crítica le había hecho mella, pero inmediatamente trató de serenarse. Bajó la vista, aquietó su cólera, y se sentó en el suelo de nuevo.

- No comprendo la relación entre dar y la defensa ante un ataque, maestro.
- Es obvio. Y sin embargo, ten presente una cosa: ni siquiera un dios puede cambiar en derrota la victoria de quien se ha vencido a sí mismo. Tú eres tu principal y único enemigo, el ataque proviene de tu propia mente. Estás llena de miedo, y el miedo te destruirá.
- ¡Pero Shaka!
- Vuelve a concentrarte. Libérate. Destierra la duda, destierra el sufrimiento. Ten fe, y el escudo protector del Kahn se manifestará.

Los dos estaban en un claro de la selva, repleto de flores exóticas, y con el aire lleno de los susurros y los cánticos de miles de aves… Espiga tenía ya 18 años, y sentía que no avanzaba, que de alguna manera estaba limitada por algo que le impedía llegar más allá. Quería crecer, quería esforzarse. Y sin embargo, no era capaz de controlar la técnica del Kahn, que le permitiría desplegar un escudo protector de inmenso poder ante sus enemigos. De llegar a dominarlo, incluso podría devolver cualquier ataque a su oponente. Pero al parecer, no había manera.

- Espiga, todo lo que somos es resultado de lo que hemos pensado alguna vez. Si piensas que no vales nada, nada valdrás. Si piensas que eres invulnerable, sólo el pago de tus deudas será capaz de derribarte. Sabes que el dolor es inevitable, pero también sabes que el sufrimiento es opcional, ¿qué eliges tú?

La muchacha cerró los ojos y adoptó la postura del loto. Una brisa suave y perfumada la envolvía. De repente, dejó de sentir el exterior. Era como una mente inmensamente lúcida, sólo una mente infinita sin principio, sin final, parte del cosmos, unida al universo… No había fronteras, ni sensaciones, ni juicios. Simplemente una consciencia plena, una atención absoluta, a la vez que un dejarse ir, sin fricciones, aceptando humildemente, con total entrega. Aceptación. Espiga daba la bienvenida a cualquier suceso procedente de una guía superior, porque así debía ser. Y entonces empezó a ver. Era como una luz muy tenue, como el resplandor de una semilla primordial. Resultaba difícil de aprehender. Pronto, aquella pequeña luz creció, se fortaleció, por así decirlo, y Espiga se encontró inmersa en una cálida aureola rosada, y una paz desconocida la invadió. Entonces, notó una sensación extraña de cintura para abajo, como un hormigueo, como un tirón hacia arriba. Y en ese momento, el pánico entró como una ola en su conciencia, y se la llevó por delante. Experimentó una taquicardia increíble. Espiga gritó, abrió los ojos, e incluso tuvo el impulso de salir corriendo. Lo primero que vio fueron los ojos profundamente azules de Shaka, su maestro. Le pareció que contenían una pizca de reproche, pero ella no sabía que sólo era producto de su imaginación.

- El miedo otra vez- musitó Shaka, levantándose. Sus cabellos del color del sol flotaban en su espalda. El Santo de Virgo no se volvió a mirarla, sino que se dio la vuelta y se alejó.
- ¡Espera! ¿Cómo puedo alcanzar el Kahn?- Espiga notó como los ojos se le llenaban repentinamente de lágrimas.
- Con fe- fue la respuesta del maestro- Aprende el significado de la fe. Sin eso, estás condenada al fracaso.

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En la India, y bajo las enseñanzas de Shaka, la vida era como una escuela de primaria: dulce, acogedora, repleta de constantes sorpresas... El Caballero de Virgo era un ser increíblemente exigente, pero también, tremendamente justo. No permitía que nada nos dañara a nosotros, sus discípulos. Shaka tenía una paciencia infinita. Sin embargo, era poco caluroso, y jamás oí de sus labios una palabra de afecto.

Yo había adoptado el nombre de Alba de Espiga porque ésa es la estrella más brillante de la constelación de Virgo, que nos rige, y Shaka, desde un principio, me llamó así. Decía que mi potencial era enorme, pero que no deseaba aceptar mi destino. Eso siempre me llamó la atención, ya que creo que desde que tuve uso de razón deseé convertirme en uno de los Caballeros. Éstos, desde épocas remotas, protegen la causa de la diosa Atenea, y son siempre sus leales servidores. Supongo que en esos tiempos lo que más me molestaba no era la dureza del entrenamiento, ni las privaciones o los esfuerzos por superarme… Lo único que odiaba era la obligatoriedad de luchar con una máscara. Esta regla sólo se les aplica a las mujeres que pretenden convertirse en Caballeros, o que ya lo son, pero jamás me pareció justa. Mi máscara, cuando por fin obtuve la Armadura de Plata, era muy bella: tenía la delicadeza de la filigrana y la robustez del acero. Pero ya digo: odiaba tener que ponérmela.

La primera vez que vi a Mu, sentí algo raro. Una oleada de fuego en las entrañas, para ser más exactos. Llevaba la máscara, y toda mi armadura refulgía bajo la luz del sol. Supongo que yo también debía tener un aspecto imponente, pero mi timidez natural me hacía permanecer en un segundo plano. Mu me miró con curiosidad, y en ese momento supe el por qué de la máscara, ya que enrojecí. Sin embargo, para un espectador externo, mi rostro cubierto era, lógicamente, impenetrable. Shaka hablaba gravemente, pero no parecía preocupado. No nos indicó que nos retirásemos, así que tanto Shiva de Pavo como Ágora de Loto, los otros discípulos, y yo misma, nos quedamos de pie, esperando…

- Entonces no podemos perder el tiempo. Debemos regresar inmediatamente al Santuario. Me cuentas cosas muy graves, Mu. Todo esto tendrá un sentido que ahora mismo desconocemos.
- Partiremos mañana- dijo Mu, y Shaka no añadió nada. Se quedó mirando al infinito, como hacía a menudo… Como si él pudiera ver cosas que los demás ni siquiera imaginaríamos.

La segunda vez que vi a Mu fue aquella misma noche. Y juro por lo más sagrado que no actué intencionadamente. Decidí darme un baño en el estanque de los lotos, a la luz de la luna. Necesitaba estar sola, porque me sentía inquieta, y mi paz interior se había quebrado. Sólo aspiraba a respirar el aire perfumado de la noche, mirar las estrellas y dejar que mi cuerpo se deleitase con el fluir del agua pura y cristalina… Los pavos reales habían ya subido a las ramas más bajas de los árboles, y todo era quietud y belleza. Me sumergí en el estanque por completo. Todo era perfecto. Esa perfección que aquellos que estamos bajo el signo de la Virgen amamos más que nada en este universo.

Salí a respirar, y entonces, un segundo antes de verlo, lo sentí: un cosmos tan poderoso como el de mi maestro, pero mucho más ardiente, más enérgico, lleno de voluntad. Y sin embargo, extremadamente controlado. Pensé que lo mejor era alcanzar la orilla a nado, sin salir del agua. Me fui en dirección contraria, y me oculté tras unos juncos como pude. Estaba irritada, no tanto porque pudiera haberme visto desnuda, sino porque había quebrado la tranquilidad perfecta de aquel mi instante íntimo. Y de repente, caí en la cuenta: mi túnica y mi cinturón estaban al otro lado del estanque. Si, evidentemente: todo había resultado perfecto.

- Siento haberte interrumpido.

Tenía una voz suave y dulce, profunda, llena de matices. Me estremecí: lo achaqué a la fresca brisa nocturna.

- No importa- mi propia voz tembló un poco, y no me gustó en absoluto esa debilidad- Pero me encantaría recuperar mis ropas, si no hay inconveniente por tu parte.

Se adelantó sin encomendarse a ninguna divinidad conocida o por conocer, estoy segura. Cogió la túnica y el cinturón y fue hacia los juncos donde yo estaba. Me pilló desprevenida, porque pensé que iba a darse media vuelta para permitirme una salida digna, y su actitud resuelta me molestó aún más. Pero no había en él nada de premeditación: tan sólo una determinación sencilla e inocente.

- Aquí tienes. La noche puede enfriar hasta el ánimo más templado.

Como no le conocía, creí que lo decía con sorna... Me equivocaba, porque Mu, cuando habla, sólo dice lo que piensa y lo que siente. Sin más. Aproveché que se dio media vuelta y echó a andar hacia los árboles, para vestirme a toda prisa. Cuando quise estar preparada para enfrentarme a su mirada, ya había desaparecido.

Al día siguiente, volví a verlo. Esta vez me fijé en sus maneras: absolutamente seguro de sí mismo, parecía ocupar con su presencia toda la habitación donde nos encontrábamos. Pero no intimidaba, no imponía su voluntad por la fuerza. Tenía los ojos verdes, profundos y misteriosos como los de un animal salvaje, aunque llenos de humanidad. Llevaba el cabello tan largo como el de Shaka, mi maestro, pero recogido en la nuca, seguramente para estar más cómodo. Tenía el pelo del color malva de las amatistas.

- Mu, he decidido partir primero. Te ruego que te quedes un mes aquí, en la India. Después, nos reuniremos en el Santuario.
- ¿Por qué me pides eso?- Mu le miró de hito en hito, como si quisiera penetrar en sus pensamientos.
- Porque una duda se ha adueñado de mi corazón, y siento la necesidad de resolver este misterio por mi mismo. Junto a ti, me dejaría llevar por tu fe; deseo ver cómo es la situación en el Santuario con mis propios ojos. Pero- Shaka bajó extremadamente la voz, aunque yo pude oírle- temo por ellos. Protégelos- nos señaló con su pura mirada azul-, puesto que no están preparados para esto.
- Sólo un mes. No creo que podamos esperar más, Shaka.
- Un mes. Tú puedes viajar en un segundo a Grecia con tus técnicas. Únicamente te pido un poco de tiempo.

Estupefacta, los miraba como si estuviera viendo una escena mítica: arcángeles encarnados en esta tierra, estaban llenos de luz, de poder, de dignidad... Me conmoví hasta lo más profundo. Mu levantó la vista, y clavó su mirada esmeralda en mis ojos. Y supe, en aquel preciso momento, que ya le conocía. …De otras vidas, de otras realidades, o de otros universos, eso no lo supe jamás, y sigo sin saberlo… También supe, con una certeza clarividente, que nos pertenecíamos el uno al otro. Aunque su mundo y el mío acabaran hechos trizas, aunque el cielo perdiera una a una todas sus estrellas, un hilo invisible, una vínculo imperecedero, había encadenado hacía eones nuestros dos destinos, sin remedio. Y por eso no tuve más elección que rendirme a la pasión arrolladora y al amor eterno que me inspiraba Mu, el lemuriano. Nos hubiéramos seguido el uno al otro hasta las puertas del mismísimo infierno, y aún más allá…

En palabras del maestro Buda, “no hay incendio como el de la pasión”… Doy gracias a los dioses por haberme permitido experimentar esto, y ni el miedo, ni el dolor, ni la misma muerte tienen ni han tenido nunca potestad para borrar de mi memoria la marca de fuego que dejó en mi corazón el amor de Mu.

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